martes, 27 de marzo de 2007

Huele a Semana Santa...

Atengo amigo Sancho...

Tras nuestro breve pero intenso paso por Pedro Muñoz, felices por comenzar a descubrir que nuestras viejas tradiciones no están del todo enterradas, continuamos el tránsito en busca de más manifestaciones de cultura popular.

Casi sin darnos cuenta, el alegre trotar de Rocinante y Rucio (nuestros fieles corceles, aunque, en el caso de Rucio, sería más correcto decir que se trata de un simple, pero no por ello menos fiel, asno), nos llevó hasta otra emblemática población, en este caso en la provincia de Albacete. Se trataba de un lugar cuya excelente conservación de algunos vestigios de su pasado hizo que Sancho y yo detuviéramos nuestra marcha para contemplar algunos monumentos, tales como la Plaza Mayor o las iglesias de San Blas y San Sebastián.

El lugar no era otro que Villarobledo.

Ensimismados nos encontrábamos mi fiel escudero y yo, cuando un delicioso aroma llegó a nosotros. Un olor dulce, familiar, tradicional... Seguimos aquel exquisito perfume y llegamos a una antigua aunque bien conservada panadería. Nos adentramos en ella y al fondo, canturreando viejas canciones de labranza, una oronda dama se afanaba en amasar una especie de masa, mientras una sartén llena de aceite crepitaba en el fuego.


- Dinos buena mujer, ¿qué divino manjar estáis cocinando que con sólo su simple aroma ha conseguido encandilar nuestro olfato?

- Se trata de hojuelas señor caballero, un postre típico de Semana Santa en estas tierras manchegas. Si gusta vuestra merced y aguarda un rato, podrá llevarse unas cuantas para el largo recorrido que supongo le espera.

- En efecto mi señora. Dilatada es nuestra andadura, aunque noble nuestra meta. Hoy, con este tradicional postre, vos habéis conseguido que este propósito cobre una fuerza mayor...



Tras media hora de impaciente espera, la amable mujer repartió varias de aquellas hojuelas entre Sancho y yo que, inmensamente agradecidos pero sin nada que ofrecerle a cambio, prometimos transmitir su sabiduría gastronómica allá por donde fuéramos.

Mientras nos alejábamos de la noble villa de Villarobledo, mi fiel escudero y yo coincidíamos en algo: la gastronomía, el noble arte de cocinar y, en definitiva, el buen yantar, formaba también parte fundamental de nuestras raíces, esas a las que, de forma tenaz e incansable, dedicábamos ahora nuestro empeño, sudor y esfuerzo.


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